SEXUALIDAD Y MUERTE
Por: Heli Morales
Escenarios
El psicoanálisis es un saber en relación con la muerte y la sexualidad. De allí surge como discurso y como dispositivo clínico. Su acto apunta a las insistencias de la muerte en los ramales del lenguaje que atraviesa, sacude y marca el cuerpo. El psicoanálisis es un saber que hospeda en las entrañas de su práctica las complejas relaciones entre el deseo, el goce y el lenguaje. No niega el lugar del placer, al contrario, lo problematiza en su densidad y su inconmensurabilidad.
En el siglo XX dos autores, además de Freud, hacen de la problematización de la sexualidad un discurso que trasforma lo antes pensado. Sí, nos referimos a Foucault desde el campo de la filosofía genealógica y Lacan desde el psicoanálisis radical. La intensión de este trabajo es confrontarlos en una dialogía epistémica que es al mismo tiempo clínica.
Comencemos por Foucault. El último tramo de su obra se refiere explícitamente a la historia de la sexualidad. Tres libros dan cuenta de ello. Aquí se trazará una diagonal que convoque lo que nos interesa resaltar. El punto nodal de la propuesta de Foucault es un descentramiento del modo de pensar la sexualidad. El análisis no versa sobre la cuestión de las prohibiciones y la ley. La pregunta apunta a las prácticas morales que van más allá de las textualidades del código. Su propuesta: no se puede pensar sólo al código como espacio de la ley, hay que incluir la cuestión del sujeto. Evidentemente esto rebasa la problematización de la sexualidad como una historia de los conceptos y las prohibiciones para colocarla en el campo de la ética y la política. Se trata de incluir la sexualidad como experiencia y no como espacio de conocimiento y regulación.
Admitir la cuestión del sujeto empuja a abrir los compartimientos del análisis. Existen 3 tipos de relaciones a tomar en cuenta. La de la moralidad de los comportamientos, es decir, la relación de los imperativos y la acción de los sujetos. La determinación estrictamente ética que atañe a las maneras como el sujeto da forma a su conducta moral. Y el modo de sujeción que implica la relación del sujeto con las reglas, es decir, los modos de enfrentar las obligaciones. El punto es éste: la sexualidad no sólo atañe a la ley sino al modo como el sujeto se relaciona consigo mismo en una determinada tensión con los imperativos.
Aquí reside en descentramiento. Hay dos modos históricos de análisis de la historia de la sexualidad. Aquella que atañe a las morales sustentadas en sistemas prescriptivos. La ley y el código son sus pilares. Aquí el sujeto aparece determinado jurídicamente en relación con la ley. La culpa, el castigo y el sometimiento lo determinan. Pero existe otro camino.
Aquel que sin negar la importancia y la densidad del código, no forcluye, olvida o niega la cuestión del sujeto. El judeocristianismo se apoyaría en la primera propuesta. En cambio, los griegos promueven la segunda. De ahí surge la posibilidad de pensar la relación de sujeto consigo mismo más que una visión de acatamiento legislativo. Si la primera opción, la jurídica, impone una codificación moral de lo permitido, la segunda, surgida de la reflexión de los griegos, apunta a una ética de la existencia.
Es por ello que Foucault realiza en acto un retorno a los griegos. A los textos griegos. Ahí resalta cuatro ejes de la experiencia del sujeto en el espacio de la sexualidad. La Dietética que se relaciona con el cuerpo, la Económica que atañe a la relación con la esposa, la Erótica que apunta a la experiencia con los muchachos y la Filosófica que concierne a las relaciones con la verdad. Estamos ante lo que se ha llamado una cuadrimética de la sexualidad.
La obra de Foucault respecto de la sexualidad abarca muchas cuestiones. Para analizar estos ejes nosotros los abordaremos desde un eje de análisis, aquel que atañe al campo del placer. El espacio de análisis, siguiendo al filósofo, versará, más precisamente, sobre aquellos discursos que problematizaron la cuestión del placer en tanto dimensión moral más allá de los códigos y las leyes. Tres autores brillan por su reflexión al respecto: Platón, Aristóteles y Jenofonte. Otra vez, ante la dificultad de la extensión, se retomarán aquí sólo cuatro dimensiones de la preocupación filosófica de los autores citados respecto al placer y la sexualidad. La Aphrodisia que señala las prácticas del placer, la Chrésis que atañe al uso de los placeres, la Enkrateia o lo referido a la lucha con los placeres y la Sôphosyné o la temperancia ante el placer como dominio del placer.
La aphrodisia remite a los placeres de la carne y a la voluptuosidad del amor. Pero filosóficamente se refiere más precisamente a la relación entre la atracción del placer y la fuerza del deseo. Para los griegos la pasión sexual vincula al acto ligado al placer, al deseo como fuerza y al placer como atracción. De ahí que la pregunta no atañe a lo prohibido respecto al deseo y el placer sino a la posición que adopta el sujeto frente al acto que los vincula. El sujeto se enfrenta a la relación dinámica entre acto, atracción y fuerza del deseo y el placer. Ante ello, se pregunta por la posibilidad o no de dejarse llevar por esas fuerzas atrayentes. Tanto para Platón como para Aristóteles la posición ética frente a la práctica de los placeres exige un dominio de sí, es decir, negar el exceso.
Asimismo, la ubicación en una función de agente activo ante la posible pasividad. Así, las prácticas del placer se sostienen en dos variables: aquella de la cantidad y la que se refiere a la función. La inmoralidad no atañe a la maldad del acto sino al exceso o la pasividad. El punto es: ante los apetitos y deseos, la barrera contra el exceso es el horizonte de la satisfacción. El problema es que de las necesidades que según Platón en La República son tres, aquellas del comer, del beber y del sexo, esta última no se puede contener.
Por ello propone tres frenos: el temor, la ley y el discurso de la verdad. Tres frenos ante lo irrefrenable. La sexualidad es la única necesidad que va más allá de ese estatuto de necesidad. La sexualidad disloca y galopa hacia exceso. Por ello exige un dominio ético de sí. Dice el filósofo hablando de la sexualidad como esa energía que pasa al exceso: “Para el pensamiento griego, esta fuerza es por naturaleza virtualmente excesiva y la cuestión moral será de saber cómo enfrentar esta fuerza, como dominarla y asegurara su conveniente economía.”
De allí surge la Chresis o buen uso de los placeres. Ante la fuerza de la sexualidad, hay tres estrategias: aquellas de la necesidad, la del momento y la del agente que la usa. La necesidad aparece como el principio que permite medir la sexualidad. Los placeres deben mantener, a partir de la necesidad, un equilibrio entre el deseo y el placer. Más claro: se debe apostar por la necesidad, nada más, nunca más. La satisfacción es la barrera a la intemperancia. Para ello debe haber también una estrategia del tiempo de la satisfacción; una política del momento oportuno y propicio. Ahora, no cualquiera puede acceder a esta política de la temperancia y su tiempo propicio. Sólo los hombres que son libres tienen cabida en el acto de estas limitaciones éticas.
De allí que, de las virtudes fundamentales señaladas por Platón, que son la prudencia, el valor, la justicia y la templanza, ésta última sea la más importante en el campo de la sexualidad. La templanza sostiene a la Enkrateia que es la lucha y el dominio de sí mismo en el campo de los deseos y los placeres. Ante la fuerza intemperante de la sexualidad, es menester luchar contra los deseos y los placeres excesivos. No se niegan sino que se enfrentan se trata que, desde la temperancia o Sôphrosiné, a partir de un uso del poder, se pueda ser más fuerte que los deseos. Se trata de una batalla del dominio de sí. La propuesta griega se resumiría en que: “El acento se coloca sobre la relación consigo mismo que permite no dejarse llevar por los apetitos y los placeres, conservar respecto de ellos dominio y superioridad, mantener los sentidos en un estado de tranquilidad y superioridad, permanecer libre de toda esclavitud interior respecto de las pasiones y alcanzar un modo de ser que puede definirse por el pleno disfrute de sí mismo o la perfecta soberanía de sí sobre sí mismo.”
Por todo ello Foucault propone a la experiencia de la sexualidad como una vía privilegiada de una estética de la vida. Dice el filósofo: “Podríamos decir esquemáticamente que la reflexión moral de la Antigüedad a propósito de los placeres no se orienta ni hacia una codificación de los actos ni hacia una hermenéutica del sujeto, sino a una estilización de la actitud y una estética de la existencia”.
Foucault se apoya en los griegos para avanzar una posición ante la sexualidad fundada en la templanza frente al exceso. De ahí reivindica una ética de la lucha por dominar los deseos que desemboca en una estética de la existencia.
Ante la dimensión de la sexualidad como temperación de los placeres, Freud tiene cosas por discutir. Ante la dimensión de una ética de la templanza y una estética de la existencia, Lacan avanza por otros caminos.
Del equilibrio al desorden.
Comencemos por Freud. Señalemos el escenario: la cuestión del placer y del deseo. En 1891, el creador del psicoanálisis escribe el ensayo de una psicología para neurólogos. Allí avanza un aparato complejo. Dos energías: aquella del exterior y la de las células neuronales, lo sustentan. Lo constituyen además diversos sistemas. El sistema de las neuronas pasaderas ligadas al sistema de percepción y el sistema de neuronas no pasaderas condición de la memoria y receptáculo de los estímulos provenientes del cuerpo como la sexualidad.
A partir de esta arquitectura el aparato funciona de la siguiente manera: ante estimulaciones que vienen del exterior o del interior, se intenta descargar el exceso de excitación. La excitación es experimentada como dolor y es por ello que debe mantenerse su nivel lo más bajo posible. Evitar el dolor lleva a la vivencia de satisfacción. Esta llega cuando al aumento de excitación que es vivida como displacer, se descarga produciendo lo contrario, es decir, placer. El placer resulta de la descarga de excitación ligada a una investidura de objeto que puede tramitar la satisfacción. El deseo es la reanimación de la imagen recuerdo del objeto que propinó la satisfacción. Lo significativo es que la primera investidura de objeto causante de la satisfacción de la cual se sigue la reactivación del deseo pudo ser una alucinación. Así, dos vivencias se enlazan a un extraño mecanismo: la repetición. El deseo busca repetir la vivencia de satisfacción y el dolor es evitado repitiendo la defensa que lo suprimió para producir placer. De allí deduce Freud dos principios. El primario que es aquel que busca la satisfacción incluso en una alucinación que traería más displacer que placer y el proceso secundario que intenta evitar mediante una defensa a partir de la inhibición de la tendencia que terminaría en dolor. Es importante ver que en este momento el pensamiento de Freud se asemeja mucho a la propuesta griega ya que el placer implica una tendencia a la constancia, surge como aquello que niega el exceso y se tiene como límite la satisfacción.
En 1900, en el capítulo VII de la Interpretación de los sueños Freud ahonda lo presentado en 1891. Señala que la acumulación de excitación es vivida como displacer y que el modo de suprimirla es repetir una vivencia de satisfacción. Es decir que el aparato se rige por un principio de placer ligado al deseo .Dice: “A una corriente de esa índole producida dentro del aparato, que arranca del displacer y apunta al placer, la llamamos deseo;” Y más adelante afirma:”El primer desear pudo haber consistido en investir alucinatoriamente el recuerdo de la satisfacción.” Se hace evidente que el deseo se especifica a partir de una vivencia del recuerdo alucinatorio de algo que ya no está, por eso se inviste el recuerdo. Ese algo que ya no está es el objeto.
En 1915 Freud agudiza su análisis en el texto llamado Pulsiones y destino de pulsión. Allí señala que la pulsión es un estímulo interno como la sexualidad, de pujanza constante y del que no se puede huir. El estímulo pulsional es la necesidad que se cancelaría con la satisfacción. El sistema quiere librarse de los estímulos, mantenerlos lo más bajo posible. El displacer es el aumento del estímulo y el placer su disminución. La meta de la pulsión es entonces la satisfacción, es decir la anulación de la excitación. Pero ¿cómo se satisface la pulsión? Sí, a través del objeto. Objeto que no sólo es lo más variable sino que además, como vimos, está perdido. Por lo tanto en Freud la satisfacción total de la necesidad es imposible. La pulsión no alcanza la satisfacción porque está más allá de la necesidad. Si en un primer momento el planteamiento freudiano se asemejaba a la propuesta griega, en este punto la separación es radical: el placer es siempre inestable e incesante porque no hay límite en una necesidad que nunca se satisface del todo.
En 1920, Freud hace una propuesta que atenta contar su propio edificio doctrinal. El principio de placer que buscaba el mínimo de excitación, se ve rebasado por la insistencia de fuerzas que atentan contra su constancia. Existe una exigencia: repetir el displacer. Existe una compulsión a la repetición que en vez de procurar satisfacción disminuyendo al mínimo la excitación, repite lo doloroso. Freud la llama: pulsión de muerte. La paradoja es radical: la pulsión de muerte repitiendo lo doloroso, evidencia que hay placer en el dolor y en la destrucción desequilibrante. En la sexualidad, en el campo de la vida hay una pulsión que rebasa, excede y atenta contra el principio de constancia. Y aquí está el meollo del asunto. La separación con la propuesta de Foucault es frontal: allí donde se proponía una temperancia y una lucha contra el exceso de la sexualidad, se evidencia su imposibilidad ya que el exceso es lo propio de la sexualidad.
Más radical: en la sexualidad el exceso introduce en la sexualidad a la muerte. La sexualidad es excesiva, desbordante, irrefrenable porque está habitada de muerte. La muerte se instaura en la sexualidad en esa intemperancia que le es propia. Digámoslo: ni los filósofos griegos ni el arqueólogo del saber podrían plantear algo así porque la muerte es el inconsciente de la sexualidad. Eso es lo que Lacan llamará, goce.
Ética y belleza.
Vayamos a Lacan. La ética que avanza Foucault a partir de los griegos se ubica en el extremo contrario que la propuesta por el psicoanálisis. El filósofo reconstruye una ética fundada en la mesura como horizonte moral, en la temperancia como principio fundamental y en el combate ante sí mismo por refrenar el deseo y sus peligros. Lo dice a la letra: “La conducta moral, en materia de placeres, está subtendida por una batalla por el poder. Esta percepción de la hedonai como fuerza temible y enemiga, y la constitución correlativa de uno mismo como adversario vigilante que las enfrenta y busca domeñarlas, se traduce en toda una serie de expresiones empleadas para caracterizar la templanza y la intemperancia: oponerse a los placeres y a los deseos, no ceder ante ellos, resistir sus asaltos…”.
La ética del psicoanálisis realiza la pregunta: ¿has actuado de acuerdo al deseo que te habita? Para el psicoanálisis la aventura de vivir y morir se ve sacudida por el cuestionamiento sobre el atrevimiento complejísimo de vivir de acuerdo al deseo. Vivir de acuerdo al deseo puede ser peligroso, conlleva un riesgo radical. Sí, advertido de ello el sujeto se enfrenta ante la aventura radical que implica vivir de acuerdo a la diferencia que lo habita y al deseo que lo inunda. El deseo infestado del apremio del goce reconoce la intemperancia extrema que lo empuja y lo cimbra.
Pero esto es muy evidente. Tal vez lo novedoso apunte a la dimensión estética que pueda desprenderse de estas posturas. Para visualizarla es menester realizar, aunque de manera harto compacta, una historia de la belleza ya que es ella la convocada por cualquier estética.
Para los griegos, la belleza aparece ligada a la perfección, la armonía y la justa proporción entre sus partes. Por el contrario, la fealdad es desproporción, desorden e infinitud desordenada. Quien más avanza en este sentido es Platón quien tanto en El Banquete como en La República presenta la belleza como la Idea o la Forma a la que se puede llegar por el camino de la perfección. La belleza a la que se aspira por el camino de su reconocimiento es aquella que aparece como indivisible y ligada a lo absoluto. La idea de Belleza como absoluta se asocia a la idea del Bien.
En la Edad Media no sólo se retoman las propuestas de Platón sino también de Pitágoras. La belleza aparece como ordo, magnitudo, integritas y debita proporción. Es el principio de unidad y perfección que hace pensar a Dios en su magnificencia. La belleza es el esplendor de Dios en la tierra. Entre los pitagóricos del siglo XIII sobresale Leonardo Fibonaci creador de las series matemáticas que llevan su nombre y que intenta apresar la proporción áurea. Es decir, la divina proporción que constituye los cuerpos y las cosas. Se trata de encontrar la determinación matemática de la belleza a partir de proporciones exactas y luminosas.
Más adelante, Leibnitz continua la idea griega de belleza al concebir al universo como un complejo conformado por series de relaciones armoniosas regidas por leyes que demuestran la perfección. La belleza es la actividad lógica de la representación confusa de la perfección. En ello se apoya Alexander Baumgarten para proponer en 1758 a la estética como la ciencia de la belleza y la lógica de lo sensible.
Con la ilustración en el siglo XVIII y empiristas ingleses, se presenta una discontinuidad muy interesante. Tanto Hume, Home como Burke se desligan de los caminos metafísicos y se apoyan en conceptos que, ligados al empuje de la ciencia, hace prevalecer racionalidad en el campo estético. La belleza ya no es proporción y armonía de los objetos sino la relación del sujeto con ellos. El gusto es la experiencia y el placer aparece como el horizonte del análisis. Ahora la belleza no se refiere a la cosa. Lo bello es lo que produce placer. Pero lo que marca una discontinuidad en esta breve historia de la belleza es que en este siglo XVIII se hace una clara diferencia entre lo bello y lo sublime.
Dice Granja: “…en contraste con la concepción platónica de la belleza, en la cual la grandiosidad y la magnificencia eran categorías estéticas de gran importancia, ahora lo sublime será considerado en tajante separación con lo bello. Lo sublime aparecerá en lo sucesivo como un elemento desmesurado, desordenado y desbordante…” (8) Lo sublime no es la medida y la armonía cuyo modelo es la naturaleza como obra perfecta de Dios. Lo sublime es el sentimiento que ante la inmensidad se abre al impacto de lo inconmensurable. Lo sublime impacta y atemoriza, sobrecoge ante la inmensidad de lo presentado, es como dice Burke, un horror delicioso.
De todas estas influencias y generando una discontinuidad radical aparece Kant con sus ideas sobre lo bello y lo sublime vertidas en su libro de la Crítica de la facultad de juzgar de 1768 como aquel dedicado al tema en 1764. Para Kant existe una diferencia entre lo bello y lo sublime. El día es bello, la noche es sublime. Podemos decirlo así: tus ojos son bellos, tu sexo abierto de la humedad palpitante en flor es sublime. La diferencia se sostiene en una cierta inconmensurabilidad y la experiencia del abismo que se abre imponente. Ante la inmensidad de un tornado, el infinito desorden de una mar furiosa o la negrura del infinito nocturno, el sujeto experimenta angustia y dolor. Su inmensidad lo amenaza y lo convoca. En un primer momento se siente insignificante físicamente ante el espectáculo aterrador. El vértigo y el dolor sin embargo ceden ante la evidencia de la insignificancia física pero no ante la potencia moral. Si el cuerpo es finito ante ese remolino, la Razón de la moral puede apreciar y categorizar lo infinito. Ante lo inabarcable y lo indómito el cuerpo se cimbra, el sujeto en un acto de placer teñido de angustia puede sobreponerse por el camino de la Razón que permite asumir y recibir este sentimiento de lo sublime.
Debo terminar. Ante este sentimiento de lo sublime, Kant vislumbra un sujeto ideal cuya ética es aceptar mediante la Razón la inconmensurabilidad de lo sublime. En el caso de Foucault, se presenta un sujeto ético que se sostiene en la templanza y la mesura para experimentar en el campo de la sexualidad una estética de la existencia. El psicoanálisis desde Lacan, no puede negar la insistencia de la pulsión de muerte, no puede concebirse a la belleza sin su inmensidad y su velo del terror. La belleza que presenta el psicoanálisis está rota y, al mismo tiempo, es desmesurada, inabarcable; está tatuada con las alas de lo infinito. Sí, no tiene tanto que ver con lo bello como con la ferocidad placentera de lo sublime.
El placer desmedido y la sexualidad infestada de la insistencia de la muerte exigen ir más allá de un sujeto ideal y de un sujeto del deseo. Lo que se propone aquí es que el psicoanálisis presenta a un sujeto atravesado por la muerte, arrebatado por el placer desmesurado que lo empuja al abismo de lo sublime y sometido a los desfiladeros poéticos del lenguaje. Ese sujeto que llega con sus dolores y sus pasiones no un sujeto ideal ni del deseo sino un sujeto del goce. En ello se sustenta la belleza del acto clínico, la consistencia de nuestra praxis y la desmesura de nuestra elección ante la vida y la muerte.
A todos aquellos y a todas aquellas que se atreven a rozar con la punta del dolor esa desmesura, dedico este trabajo y todas las horas que mi cuerpo aguanta en la escucha de su belleza adolorida; de su apostar sublime.
San Pedro de los Pinos, 2008.